El Forjista

La reconstrucción de Hispanoamérica

Manuel Ugarte

IV - Los fundamentos vitales

El hueso de las naciones no está en sus preferencias filosóficas, políticas o sociales, sino en la organización de sus recursos económicos que preservan la autonomía. El pensamiento es una floración suprema de las naciones ya organizadas; el trabajo es una necesidad ineludible de los pueblos en formación. De nada sirven principios o sistemas si el organismo material sucumbe y se extingue la fuerza vital sobre la cual aspiran los mismos teóricos bullangueros a ejercer acción.

En Iberoamérica se ha hablado sin tregua de las doctrinas políticas y de los métodos electorales alrededor de los cuales se agita la ambición de los hombres y el apetito de los partidos; pero pocos se ocuparon de valorizar las energías nacionales o de preservar la esencia fundamental de la patria.

Todo ser viviente – y la Patria es un ser viviente en la historia, como puede ser un águila en el cielo- todo ser viviente, digo, por inferior que sea el rango que ocupa dentro de la zoología tiene el instinto de perdurar. Hasta en la escala más rudimentaria, se precave, por un lado, contra la agresión de las especies más fuertes, y por otro, contra los alimentos o climas que le son contrarios. Los pueblos que no quieren desaparecer muestran también esa doble preocupación de prevenir las filtraciones extrañas y los aportes que minan su salud o fortaleza.

Nuestra América se cuidó poco de las dos cosas.

Desde el punto de vista exterior, permaneció a la merced de las contingencias, puesto que su defensa fragmentaria, sólo fue concebida en previsión de posibles desacuerdos con las repúblicas limítrofes afines, mientras las costas, las islas, los puertos, quedaban abiertos a las inevitables acechanzas de las grandes naciones imperialistas, único y verdadero peligro.

En los que se refiere a la gestión interior. Cometió, también, cuantas imprudencias pueden afectar la salud de un conjunto. Enajenó las riquezas del suelo y subsuelo. Aumentó desorbitadamente la deuda pública. Derrochó el tiempo en vanos debates ambiciosos. Entregó a los extraños la regulación de las funciones vitales.

De suerte que lo que hoy puede sorprendernos no es el estado de dependencia más o menos confesada o evidente en que se hallan nuestras repúblicas. Lo extraordinario es que la situación no resulte peor todavía. Habrán sido estas naciones como los hombres maravillosamente dotados por la naturaleza que se embriagan, se intoxican, hacen cuanto es posible para agotar su salud, y sin embargo, debido a prodigiosas reacciones del organismo, no se desmoronan completamente, porque la casualidad los ha provisto de fuerza hercúlea.

Sirva esto de explicación para comprender que en aguas donde tantos se ahogaron sigamos sobrenadando aún.

Los errores no tienen excusa pero algunos tratan de explicarlos. Invocan, para respaldar la actitud, el famoso Panamericanismo, palabra convencional en cierto modo esotérica, que ha facilitado, de un lado las abdicaciones y del otro los triunfos de primacía.

A la superstición va unida cierta medrosa fábula de sanciones posibles que amenazan desde la penumbra y que nadie se atreve a examinar.

El temor no habla a favor de la entereza colectiva ni mucho menos la perplejidad que, según parece, aterra a los que se sienten inclinados a otorgar nuevas concesiones. Esa perplejidad, perteneciente a un orden menos abstracto, se sintetiza en una fórmula falsamente imperativa: “¿si no accedemos a cuanto nos piden a quién venderemos nuestros productos?”.

Pocos se detienen a recapacitar que esa supuesta predestinación es fruto en el tiempo y en el espacio de una engañosa subversión de perspectivas. Si los productos son necesarios y no cabe obtenerlos en otra parte, nos los tendrán que comprar fatalmente. Los metales, el trigo, el café, el petróleo, no fueron adquiridos en holocausto a líricas hermandades. Con panamericanismo o sin panamericanismo, los vendrán a buscar, siempre que los necesiten.

Lo que maravilla es que, teniendo en las manos tanto triunfos, no hayan logrado los estadistas en el curso de dos guerras, redimir por lo menos en parte a la América Latina de la subordinación, siendo así que, jugando bien, era fácil sanear la deuda pública y ponerse definitivamente al día con sólo vender a precio de guerra, como a precio de guerra y con ásperas restricciones comprábamos nosotros lo que importábamos.

Por esos podemos decir – abordando un presente y un pasado nebuloso que debemos empezar a descifrar sin contemplaciones-, que la economía de Iberoamérica no puede ser calificada de insuficiencia o equivocada. La insuficiencia o la equivocación suponen, por lo menos, un examen, un esfuerzo. Y entre nosotros, en el orden de ideas que nos ocupa, no se ha previsto, nos e ha intentado nada.

Si por defensa económica de un país se entiende el plan, el itinerario que consulta posibilidades de producción y de consumo, equilibrio de exportación e importación, iniciativa para valorizar las riquezas, previsora ordenación, en suma, de una prosperidad creciente, con punto de partida en la realidad nacional y objetivo en la superación colectiva, hay que reconocer que nuestras repúblicas no tuvieron noción jamás de lo que ha sido en otras naciones y de lo que puede ser en la nuestra.
Al referirnos al proceso de formación y a la independencia, hemos insinuado la parte esencial que tuvieron las ambiciones de otros pueblos. Después de los desembarcos fracasados en el Río de la Plata, Inglaterra continuó su tarea de captación en forma de propaganda separatista. Los Estados Unidos, que se habían adelantado un cuarto de siglo a nuestra emancipación, creyeron poder aspirar a regir la marcha general del Continente. Si ambas naciones favorecieron nuestra autonomía, fue, como después se hizo en Cuba, para usufructuarla. Una concepción libresca de esa “libertad” que nunca supimos definir, consagró el salto virtual de un colonialismo a otro.

Dos grandes ingenuidades se han dicho en el curso de nuestra evolución. La primera, “gobernar es poblar”. ¡Como si se pudieran reclutar figurantes de la nacionalidad! La segunda, “necesitamos capitales”. ¡Como si la riqueza no fuera capital!

Las regiones ubérrimas, el subsuelo rebosante de metales y combustibles, los bosques y los ríos, constituyen fabulosos veneros de abundancia y prosperidad. En vez de valorizar en provecho nuestro tan inaudita reserva, la hemos entregado gradualmente a especuladores extranjeros que sólo dejan en el país, cuando lo dejan, un pobre impuesto a la exportación y el vago residuo de salarios miserables.

Claro está que para hacer fructificar los dones de la naturaleza falta la técnica, la maquinaria, y la movilización. Pero esta circunstancia no justifica el abandono. Con los empréstitos que nuestras repúblicas contrajeron y dilapidaron durante un siglo, se hubieran podido pagar cien veces los barcos, los ferrocarriles, las máquinas y los especialistas necesarios para poner en marcha la producción.
Y si eso no hubiera sido posible, nada se opuso, por lo menos, a que el Estado, obrando como un particular en caso análogo, se reservase su parte, asociándose al negocio de las compañías concesionarias.

Nuestros dirigentes cedieron, en cambio, minas, bosques, yacimientos, cuanto brindaba la tierra pródiga, sin contrapeso alguno, llegando hasta considerar las enajenaciones como factores de progreso y civilización. Cuando contemplamos en conjunto el desastre, nos agarramos la cabeza y nos preguntamos cómo pudo ser posible que por canales secretos huyera a otras naciones el patrimonio nacional.

En todos los lugares donde se abrió una riqueza vemos hoy aparecer un sindicato, una corporación, una compañía que lleva nombre exótico y deja sus beneficios en Londres o en Nueva Cork. Los nativos- puesto que así nos llaman- sólo aparecen como empleados, capataces y obreros al servicio de los empresarios, o como figurones en los Directorios que nada dirigen, para alcanzar influencia política prestaron a colaborar en la disminución.

Después de entregar las materias primas y los recursos fundamentales, se enajenaron también los servicios públicos y los mecanismos que facilitan el funcionamiento de la actividad general. Teléfonos, cables, líneas de navegación, tranvías, seguros, fuerza motriz, ferrocarriles, pertenecieron a empresas extrañas y el iberoamericano tuvo la sensación, hay que repetirlo, de que cada vez que descolgaba el receptor, subía a un vagón o encendía una luz, dejaba caer una moneda en fabulosos rascacielos distantes.

La ciencia de los grandes técnicos de captación consistió, en unos casos, en inducirnos a regalarles la reserva que nos pertenece para vendernos después a precio elevadísimo sus productos, y en otros casos en erigirse en distribuidores como ocurre con ciertas grandes compañías que se plantan a medio camino, acaparando vastos sectores de la producción, para medrar sin esfuerzo regulando la distribución mundial.

En general, cuanto es fuente de abundancia funciona hoy fuera de nuestro alcance. Parecería que en cada república hoy dos repúblicas: una aparente, que tiene Presidente, bandera y Cámaras, pero cuyas funciones son de orden en cierto modo municipal y otra secreta pero decisiva, que pone en marcha realmente los grandes engranajes y acciona desde lejos las llaves de la abundancia o la ruina.

Omitimos cifras y referencias porque al contemplar tan amplio conjunto sólo cabe subrayar los rasgos salientes de una síntesis que abarca aspectos inmensos. El alarde de documentación es cosa fácil. Algo más arduo intentamos al extraer la médula de los acontecimientos. Abundan memorias, estudios y estadísticas al alcance de todos. No hay que hacer prolijas investigaciones para descubrir que cada una de nuestras repúblicas fue una empresa mal planteada. Ningún particular se atrevería a emprender un negocio corriente en las condiciones en que entre nosotros se creyó posible solidificar un estado. La falta de equilibrio entre las deudas, los gastos de explotación y los beneficios hizo fracasar toda autonomía económica. Pese al auge pasajero y al optimismo superficial, nos condenamos nosotros mismos a la dependencia, porque, en pugna con la lógica, el éxito estaba condicionado desde ciudades distantes y dejaba el mayor tanto por ciento fuera de las fronteras.

El dinero proporcionado por los empréstitos, lejos de producir, por lo menos, el interés que pagaba, fue en muchos casos destinado a llenar baches del presupuesto y no hizo más que aumentar el hueco sin fondo de la deuda pública.

Las concesiones se firmaron a perpetuidad bajo el antifaz de los rituales noventa años. Metales, petróleo, maderas, riquezas de todo orden, fueron entregados a sindicatos que después procedieron como dueños, llegando hasta establecer en ciertas zonas, jurisdicción aparte, con jueces propios y policía.

Ninguno de los que intervinieron en estos manejos lograría puntualizar cuales fueron las ventajas sólidas y durables que con ello obtuvieron, obtienen u obtendrán la repúblicas que así sacrificaron su porvenir. Ni recibieron una suma proporcionada, ni participan en los beneficios. Sólo el ínfimo impuesto a la exportación, que cuando existe, nadie se atreve a aumentar y que el fraude reduce a sumas cada vez más flacas, suele moderar tímidamente esta fantástica transfusión de sangre que desde tiempo largo consienten nuestros débiles organismos en formación para favorecer a las metrópolis ahítas.

A la vez dadivosos y mendigos, derrochamos los tesoros para solicitar después empréstitos a los mismos que nos desangran. Hemos llegado hasta pagar a los técnicos que vienen a descubrir riquezas que después serán explotadas por compañías extrañas. En cuanto a los empréstitos que pudieron justificar en los orígenes los destinados a poner en movimiento la producción(maniobra elemental que practican a diario en todas partes cuantos desean explotar un campo fértil, o establecer una industria); pero resulta paradojal que primero se enajene, sin provecho, la riqueza inexplorada y después se pida a crédito lo indispensable para vivir. Sobre todo cuando se descubre que las fabulosas sumas que se adeudan sólo sirvieron para hacer frente a gastos de administración o para pagar la ornamentación vanidosa de las capitales. Porque en muchos casos se ha operado el proceso al revés y hemos tenido grandes ciudades antes de tener naciones.

Nunca sirvió el empréstito para explotar una mina, construir un ferrocarril, explotar el subsuelo, instalar un frigorífico o establecer líneas de navegación, es decir, para empresas remuneradas y por lo tanto susceptibles de cubrir los intereses y amortizar el capital adeudado. En este sentido podemos decir que nos azotó el peor de los oportunismos disolventes: el “aprés moi le déluge” que consiste en pasarlo bien hipotecando el porvenir.

Sumemos a esto el despilfarro de las administraciones,, la multiplicación del número de empleados a raíz de cada cambio gubernamental, las revoluciones o guerras que obligaron a comprar ávidamente, sin regateo, las armas anticuadas que nos querían vender, los gastos locos en fin, que en tiempo normal resultaban desproporcionados, dada la capacidad del país, y que se convertían en gastos catastróficos a raíz de cada conmoción. Como ninguna de estas aventuras pagaba sus desplantes, es decir como ninguna traía una compensación o una ventaja, puesto que casi siempre eran fruto de conveniencias o incitaciones de afuera, siempre se tradujeron en nuevas obligaciones que hacían más hondo el despeñadero al borde del cual multiplicaba equilibrios la incipiente nacionalidad.
Sería vano subrayar las estériles competencias políticas que sólo se tradujeron en monótona substitución de nombres, o insistir sobre el carácter de las guerras de frontera, visiblemente paradojales en países que no habían explorado su territorio y apenas tenían dos o tres habitantes por kilómetro cuadrado. No traían las primeras ninguna idea reformadora. Carecían las segundas de interés vital. La ambición de algunos y el epidérmico amor propio no eran razones suficientes para justificar el estrago. Con la agravante de que todos sabíamos en el fondo que del apasionamiento, del interés y del egoísmo ocasional sacaban siempre las influencias extrañas el doble provecho de reforzar cadenas económicas y de vender a buen precio el sobrante de sus pertrechos militares.
La balcanización y el desorden hizo olvidar a Iberoamérica su destino.

Es increíble, por ejemplo, que, produciendo Iberoamérica, en conjunto, el noventa por ciento del café que se consume en el mundo, la distribución y cotización de ese producto se haga por otras manos y fuera de las fronteras, con la consiguiente pérdida del beneficio cuantioso que absorben los intermediarios.

Lo que decimos del café se puede aplicar a todos los renglones importantes de la producción.
La ganadería argentina se halla controlada por frigoríficos cuyos dividendos fantásticos denunció el senador Lisandro de la Torre, patriótica audacia que le llevó después al suicidio, porque entre nosotros siempre resulta fatal pronunciarse contra intereses extranjeros.

Nadie ignora que la producción bananera de Centro América depende exclusivamente de una compañía norteamericana que tiene flota poderosa y agentes en todas partes.

No caeré, ya lo dije, en enumeraciones minuciosas. La documentación es la peluca de los que no tienen nada que decir. Y en este libro tengo que decir muchas cosas, que a algunos parecen herejías, pero que nacen de la convicción honrada. Quien busque detalles, lea a los escritores norteamericanos que hablaron con independencia, a Carlton Beels, a Scott Nearing, a Freeman, a Johnson, a J. Fred Rippy, a J.B. Bishop, a tantos otros yanquis que ofrecen la suprema garantía de ser ciudadano del país contra cuya política nos elevamos.

Si se necesitan más pruebas de la situación caótica, bastará preguntarse como, siendo Iberoamérica un productor formidable de petróleo, ha llegado a ser racionada hasta para las elementales necesidades del transporte urbano, o como, siendo proveedora irremplazable del cobre, el wolfranio y de los víveres que las grandes naciones esperaban ávidamente para la guerra, no supo condicionar la exportación de los productos, y sacar en la hora oportuna provecho adecuado de lo que produce casi exclusivamente.

No formulo requisitoria. La función natural de los imperialismos es absorber. Trato de despertar la conciencia de nuestra América, poniendo de manifiesto sus errores para inducirla a renovarse y adoptar rumbos propios, a favor de la enorme remoción de la generosidad de los demás, sino de la conducta nuestra, de la concepción que podemos llegar a tener sobre lo que es nuestra patria y sobre la manera de servirla.

Por impericia o por ingenuidad – no podemos admitir que existan otras causas- los hombres que gobernaron en nuestras repúblicas cayeron en equivocaciones graves. El imperialismo no tuvo que esforzarse para burlarlos. Así recibe la república de Panamá por el arrendamiento de las quinientas millas cuadradas del canal menos de lo que ella misma paga a la Panamá Rail Road Co. Así celebró Inglaterra un tratado con Guatemala sobre Belice y tomó apresuradamente posesión de las ventajas obtenidas, omitiendo entregar la suma estipulada, que pese a las reclamaciones y al tiempo transcurrido, sigue adeudando. Asó ocurrió con los millones de dólares del trabajo Bryan-Chamorro. La responsabilidad cae más sobre los gobiernos iberoamericanos que sobre los organismos que sacan partido de la confusión y la inexperiencia.

En tiempo en que los delegados de la Unión Soviética recorrían las repúblicas iberoamericanas documentándose sobre el imperialismo, circulaba una lista – que sería fácil consultar-, de los engranajes tentaculares que absorben la savia de nuestras tierras. Los nombre de Chile Cooper Cd., W. R. Grace, Standard Oil Co., Electric Bond and Share Co., International Telephon and Telegraph Co., Anaconda Co., United Fuit Co., Cerro de Pasco Cooper Corporation (sólo cito al azar algunos), aparecen catalogados con el método minuciosos de investigación y la aptitud para la organización que permitió a los rusos competir con los alemanes y vencerlos en la guerra.

Lo que los gobernantes de nuestros países no habían advertido lo vieron fácilmente los viajeros, porque abarcaban el panorama de Iberoamérica. Con las filiales alineadas al pie de la empresa matriz, se pone de manifiesto el enlace, por encima de las fronteras, de unas compañías con otras y se abarca la operación de conjunto encaminada a dominar las fuentes de riqueza y las necesidades primordiales de un Continente.

La desventaja de nuestros políticos – y la única excusa que pueden invocar para explicar su falta de perspicacia – proviene del limitado campo de observación en que se encierran. Cada uno de ellos se atuvo a lo que veía dentro de las fronteras de sus país. Para comprender realmente el fenómeno, hay que abarcar la amplitud de Iberoamérica. Los hechos se explican, o se completan unos con otros. Al eslabonarse revelan su verdadero carácter. Diremos más. Sólo a favor del fraccionamiento localista pudo consumarse sin obstáculo la enorme operación envolvente. Como cada república sólo percibía un ángulo, ninguna tenía idea del alcance de los movimientos, ni discernía la peligrosa finalidad. Los estrategas de la Libra y del Dólar realizaron así la maniobra más gigantesca de la economía mundial.
Los Estados Unidos declaran haber invertido en América Latina, según ciertas publicaciones, cerca de tres mil millones de dólares en negocios de cobre, salitre, petróleo, azúcar, frutas, etc. Pero esas cifras representan el valor de las inversiones, que en los comienzos fueron modestísimas. Las empresas norteamericanas, al igual de las inglesas, pocas veces trajeron capital, y cuando trajeron fue escaso. Trabajaron a base de créditos obtenidos en bancos locales y han recuperado ya ampliamente la modesta, cuando no ilusoria, cifra inicial. Hasta los empréstitos, que no figuran en la suma anterior, quedaron a menudo en poder de los prestamistas, como resultado de otros empréstitos, o en pago de material, a menudo defectuoso. De suerte que, en justicia, se puede decir que, pese a los cálculos que parecen encadenarnos hasta la eternidad, todo ha sido pagado ya con creces. Desde el punto de vista moral, la hipoteca fue levantada hace largos años.

Para evitar, o remediar, en el futuro y en la medida de lo posible, estos desaciertos, la evolución iberoamericana se ha de basar en la posesión efectiva de los recursos nacionales. Hay que preparar el terreno en vista de vivir con lo propio y por el propio esfuerzo. Hay que sacar ventajas efectivas de la situación que nos permite abastecer a las naciones que en otros continentes no alcanzan a cubrir su consumo.

Hemos sido, y aún somos, en ciertos aspectos productores indispensables. Nunca supimos aprovechar, sin embargo, al oportunidad al punto de que cuando, en plena guerra, una sola nación acaparaba de golpe todo un sector de la producción, creíamos hacer un negocio memorable.
Lo que la desunión impide comprender, podemos lograrlo obrando de acuerdo. Es indispensable la coordinación de las repúblicas iberoamericanas y el estudio global de sus intereses para preservar, armonizar y graduar, frente al extranjero un programa de acción que redunde en beneficio del bienestar colectivo. Aisladamente, ninguna puede solucionar sus problemas fundamentales. Todo plan, aunque sea concebido en vista de una sola región debe surgir del conocimiento panorámico de las posibilidades, las necesidades y la situación de toda América.

El observador se sorprende al descubrir que el intercambio de entre nuestras repúblicas era más denso y frecuente hace treinta años que ahora, y se maravilla más todavía al comprender que el retroceso es obra de la interposición de intereses extraños. En los comienzos, nuestros países tuvieron cierta noción de su destino. Al madurar, parecen desorientados.

Durante el período nacional la delimitación de los virreinatos obedecía por lo menos a una concepción, que tenía en cuenta la configuración de los territorios, la producción, el transporte posible y hasta la geografía humana y política anterior al descubrimiento. Estaba basada en ríos, zonas climatéricas, facilidades de embarque, etc., que consultaban posibilidades de acción. Las demarcaciones de nuestras repúblicas actuales no responden siempre a ese fin.

Por eso es que en general los nacionalismos que llamaremos fragmentarios o locales no inquietaron nunca realmente a las potencias imperialistas. Por mucha que sea su justificación y su fervor patriótico, se mueven en órbitas esencialmente cerebrales, sin eficacia final en el terreno de las realizaciones. El escaso número de habitantes, los recursos incompletos, las reducidas posibilidades de irradiación, no prestan a estas tentativas el volumen suficiente para poner en peligro la posición adquirida en el Continente.

A lo que se opuso siempre, y se opone el imperialismo, es a la coalición de intereses regionales, susceptible de cuajar en acción conjunta. Un simple acuerdo sobre tres o cuatro puntos esenciales bastaría para afianzar la emancipación básica de inmensas zonas que se completan las unas a las otras.

Si observamos lo que el imperialismo evita, tendremos la indicación de los que nos conviene. El único nacionalismo viable sería el que, permitiéndonos hacer las cosas en grande y en forma completa preserve a Iberoamérica de influencias colonizantes. Si los hombres de 1810 juzgaron que en el orden político la independencia del Río de la Plata, era imposible sin asegurar la independencia del Perú, con más razón se ha de tener en cuenta en estas épocas de expansión y rapidez en las comunicaciones, la interdependencia en lo que se refiera a la evolución económica.

La convicción se hace más rotunda si consideramos que cualquier programa de liberación efectiva tienen que basarse sobre la creación en Iberoamérica de una industria pesada. Esta sólo es posible en estrecha conexión con otras formas de actividad y en vista de abastecer amplios conjuntos. Porque la industria pesada, sin la cual resulta ficticia, desde el punto de vista nacional, toda industria de transformación, ha de contar con amplias zonas productoras de sus elementos indispensables (carbón, petróleo, metales) y ha de hallarse respaldada por vastos territorios ganaderos, agrícolas, forestales, cuya población facilite el esfuerzo.

Mientras falte la industria pesada no podemos tener verdadero ejército, porque comprar armamentos equivale a moverse en la órbita de rotaciones extrañas. Sólo se obtienen cuando la finalidad perseguida favorece las intenciones de la nación que los facilita. Si no construimos locomotoras, tampoco existirán ferrocarriles de pura esencia nacional. Las exportaciones exigen por otra parte, una flota. La industria pesada es indispensable, además, para asegurar el porvenir industrial, porque traer maquinaria del extranjero no significa más que cambiar la forma o el plano de la dependencia.
Por otra parte, la fachada no nos ha de engañar. No basta que las fábricas se instalen en nuestros territorios para que resulten nuestras realmente. Pueden representar, en ciertos casos, una habilidad de la industria extranjera para evitar fletes onerosos o recias tarifas de aduana. Pueden recibir los objetos a medio manufacturar. Porque es dudoso que el capitalismo que impone al mundo su producción nos provea de instrumentos para hacerle competencia renunciando a los beneficios que hasta ahora percibe y a la clientela creciente en el porvenir. La creación de filiales con nombres adaptados a la región no es un comienzo de libertad, sino una confirmación de tutela.

Casos recientes permiten observar cómo puede surgir una empresa en Iberoamérica. Un grupo oligarco-plutocrático se pone en contacto con una gran entidad en Inglaterra o de Estados Unidos, o lo que es más frecuente, la entidad extranjera busca en una de nuestras repúblicas al grupo que debe secundarla. No falta el Banco, Sociedad de Fomento o lo que sea de la república en cuestión que facilite para el negocio 50 millones. La corporación extranjera se inscribe con 20 millones que resultarán nominales, después diremos por qué. El público de la república iberoamericana puede llegar a suscribir en acciones otros 20 millones. Son pues 90 millones de pesos que van a ser administrados por un extranjero, jefe invariable de la empresa. El primer acto de la nueva compañía consistirá en comprar maquinarias en Estados Unidos o en Inglaterra, maquinaria por la cual se pagarán 50 millones de pesos. De suerte que los 20 millones que suscribió la firma siempre quedarán afuera de Iberoamérica, más los 30 millones que salen para completar los 50, valor de la maquinaria, cuyo modelo ha sido a menudo sobrepasado en el país de origen por otras más recientes. La ganancia para los de afuera es siempre segura. Si hay albur, pesará sobre la república iberoamericana. Así pueden fundarse, con ostentosos nombres locales, algunas fábricas que nos dan la ilusión de tener industrias y que sólo constituyen nuevos canales de absorción.

Otras circunstancias hay que tener en cuenta. En los países densamente industrializados suele ocurrir que, a medida que la producción se multiplica disminuye el consumo, porque la máquina limita el número de obreros y el obrero sin trabajo cesa de ser comprador. Así nace para las naciones imperialistas la necesidad de tener naciones vasallas que absorban el sobrante de producción al par que proveen de materias primas. Este “abc” de la evolución moderna no puede dejar de estar presente en los espíritus.

Claro está que necesitamos consejo de otras naciones y trato frecuente con todos los países del mundo para que nos guíen y nos ayuden a adaptar. Ningún país nuevo puede desarrollarse sin el concurso de los demás. Con más razón todavía en la etapa inicial en que nos encontramos. Pero esta verdad deja de serlo cuando a la sombra de ella se perpetúa bajo formas capciosas, la tendencia imperial.

Se ha dado entre nosotros, hasta ahora, más importancia a los aspectos exteriores que a la esencia misma de la prosperidad nacional. Empezando a construir la casa por el techo hemos sido jactanciosos antes de alcanzar las realidades que pueden excusar la jactancia. Urge una reacción para adquirir una apreciación más juiciosa de nuestro estado. Porque hasta la desgraciada tendencia a imitar decae en la elección de los modelos, dado que si ayer se inspiraba en las civilizaciones cumplidas (Francia, Inglaterra, Italia, Alemania) ahora se atiene, unilateralmente, a Estados Unidos.
En la vida de los pueblos hay que buscar más que la improvisación, el ritmo de equilibrio, el paso firme, la conquista durable. El mejor reloj no es aquel cuyas manecillas giran más rápidamente, sino el que da la hora exacta.

Las reformas aduaneras, el reajuste monetario y la revisión de tarifas e impuestos pueden ser el punto de partida de un vasto plan a término, encaminado a movilizar las reservas de nuestros territorios. Este plan tendería a llenar en la más amplia medida nuestras necesidades urgentes, sin arrojar el café al mar y sin quemar el trigo en las locomotoras, como ha solido hacerse bajo el régimen actual, estructurado según conveniencias extrañas. Dentro de la elaboración misteriosa de las Historia, hay generaciones predestinadas. A las actuales les toca la obra de resolver lo que se ha estado eternizando en crisálida.

Se impone una especie de arqueo continental, un recuento de las riquezas enajenadas (son sus posibilidades de rescate), un inventario de cuanto escapó a las compañías extrañas, un balance, en fin, de lo que todavía nos pertenece o puede volver a nosotros. Porque en todos los órdenes, en todos los capítulos, en todos los engranajes, han de ser gradualmente reemplazados en el porvenir los organismos ajenos por fuerzas propias que aseguren a la nación la solidez a que tiene derecho.

La reorganización de las exportaciones, transportes, seguros, etc. aumentará el rendimiento que los productos dejan en nuestro suelo. La revisión de la deuda pública, dentro de nuevas formas que han de preocupar a los técnicos, contribuirá a apoyar la defensa, en cuanto ésta sea compatible con las conveniencias regionales. Todo debe concurrir a cerrar los innumerables agujeros por los cuales se escapa la prosperidad. Hay que detener el desangramiento para que el territorio, la riqueza y el trabajo nacional vuelvan a su verdadero destino, que es el bienestar y la felicidad de los habitantes de la región. Hasta ahora no hemos hechos más que favorecer la abundancia y el engrandecimiento de otros.

El milagro de esta resurrección sólo se ha de lograr si tomamos realmente en manos propias la dirección superior, renunciando a la timidez que nos llevó a llamar a los extraños cada vez que había que trazar un camino, explotar una mina, lanzar un puente y forzando los límites del candor, cada vez que nos decidíamos a reorganizar las finanzas. La obra se ha de hacer con recursos, materiales y hombres nuevos, de acuerdo con un plan general de acción que consulte nuestras necesidades.
Nada hay en esto que pueda parecer superior a las fuerzas humanas. Desde la Turquía de antes de Kemal, hasta la Rusia de los zares, muchas colectividades conocieron situaciones menos ventajosas y lograron reaccionar. A la sombra de mandatarios ensimismados y oligarquías epicúreas, con ayuda de empréstitos, monopolios y artes diversas, los organismos imperialistas se apoderaron de los resortes esenciales, hasta asumir la dirección invisible de estas naciones y convertirlas en instrumento. Sin embargo, esas naciones lograron recuperarse. Los antecedentes no faltan. Iberoamérica puede también cambiar su ruta, aprovechando el actual desquiciamiento de los viejos equilibrios del mundo. Basta que una generación concentre su voluntad en un ideal.

Hasta ahora hemos sido como un adolescente deslumbrado, que dilapida sin tino la herencia recibida. Alrededor de su aturdimiento todos medran. Aspiremos a ennoblecer el símil, reaccionando como algunos pródigos. Unos años de penitencia formarán el carácter. Bien los necesita nuestra América, tan ampliamente servida por el destino y tan imprudente.

El ansia inmoderada de parecer, la avidez de disfrutar ventajas inmediatas, el vértigo de las falsas preeminencias, orientaron las energías hacia fines esencialmente personales, haciendo de los mejores espíritus seres interesados, simuladores, pusilánimes o pequeños. Cada cual trabajó ante todo para sí. Sólo resonaba una pregunta: ¿qué es lo que me conviene? Todo fin ajeno al provecho y la satisfacción inmediata pasó por lírica ingenuidad. El hombre más respetado, fue el que más prosperaba. El político más inteligente el que alcanzó mejores situaciones. Se levantó en las almas un altar a lo efímero. Hasta en el arte, se confundió la gloria con el auge fugaz. ¿Y la Patria? Desde luego, se habló mucho de la Patria. Pero, por un espejismo curioso, se identificaba a la Patria con lo que a cada uno convenía. La Patria era la dominación para el político, el latifundio para el terrateniente, el privilegio, el negocio, la embajada, el empleo, la mísera pitanza individual. Se oía decir “no soy un Cristo”, con vanidosa sonrisa, que entendía marcar desdén por los soñadores. La vida es corta, hay que aprovecharla, decían. En la embriaguez de la fiesta, cada cual perseguía su ventaja, su vanidad. Y así fue resbalando el navío hacia la zona de los naufragios, sin que nadie advirtiera la catástrofe que puede alcanzar a todos.

Si en nuestras repúblicas se equivocaron tan a menudo los hombres, si los políticos se mostraron tan pocos diestros para prever las contingencias del porvenir, no fue, en general, porque una inteligencia limitada les impidiera percibir anticipadamente la trayectoria de los actos, la rotación de las consecuencias, o el resultado de los yerros iniciales. Fue porque, antes de pensadores, patriotas o gobernantes, fueron competidores deseosos de aparecer en puesto principal dentro de la pugna lugareña. Lejos de confesar sus verdades, de gritar sus críticas, de dar libre salida a la espontaneidad, se afanaron por aparecer cautelosamente equidistantes y se dedicaron a lisonjear a los poderosos, dando por hecho lo que no se había intentado aún. Prisioneros de fórmulas inútiles, se ataron a las preocupaciones del día, sacrificando lo durable a lo efímero, el orgullo al éxito y, como consecuencia lógica, el bien remoto al inmediato encumbramiento personal.

En la atmósfera de querellas personales y ambiciones de oligarquías que querían usufructuar la Patria antes de crearla, se anemiaron las reservas de vida. Peor no se ha de atribuir la agitación infecunda o el desarrollo precario a una capacidad restringida de la raza. Lo que faltó fue una severa dirección superior inspirada en los altos propósitos colectivos, es decir, una concepción firme y heroica para utilizar los fundamentos vitales de Iberoamérica.

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