El Forjista

La reconstrucción de Hispanoamérica

Manuel Ugarte

II - Esencia del imperialismo

Hay un ímpetu dominador –he dicho en mi libro “El Destino de un Continente”- que empuja en todo tiempo a los grupos fuertes a imponer a los débiles su fiscalización o su tutela. Alejandro, César, Napoleón, y en las épocas recientes los pueblos que marchan a la cabeza de enormes dominios coloniales, sólo han perseguido, a través de los pretextos invocados (autoridad, cultura, libertad, civilización, democracia), el sometimiento general a un hombre, a un núcleo, a una raza, a un misticismo histórico que se juzga destinado a propagar en torno el fuego de su propia vida.

El imperialismo empieza donde acaba la conglomeración de elementos homogéneos y donde se abre la zona de opresión militar, política, comercial o cultural sobre conjuntos extraños. No se puede decir que Prusia fue imperialista al realizar la unidad de Alemania. No cabe hacer ese reproche al Piamonte porque precipitó la conglomeración de Italia. Tampoco sería justo acusar de imperialismo a los Estados Unidos si mañana pesaran sobre la isla de Jamaica, que por idiomas, religión y tradiciones quedaría dentro del propio medio al entrar en el sistema planetario de Washington. No fue imperialismo el de Bolívar, ni lo sería tampoco el de la nación latinoamericana que tuviera la visión del porvenir y emprendiera la reconstrucción del bloque primitivo dentro de los límites que le asignan los antecedentes. Pero sí es imperialismo el de Inglaterra en Asia, al sojuzgar a las razas primeras que arrojaron alguna luz sobre las tinieblas del mundo; el de los Estados Unidos en Panamá; el de todo país que se impone en órbitas diferentes. Trátese de coerción y conquista militar o de infiltración y captación oblicua, ya sea que sólo intervenga la diplomacia o el comercio, ya sea que salgan a relucir las armas, el imperialismo existe siempre que un pueblo quiebra su cauce para invadir directa o indirectamente tierras, intereses o conciencias que no tienen antecedentes ni lazos de similitud que lo acerquen a él.

Cuando se habla entre nosotros de imperialismo, muchos entienden referirse a una corriente adventicia y excepcional. La palabra parece expresar fenómenos recientes. ¡Como si la presión, superposición y aniquilamiento de unos pueblos por otros no hubiera sido, desde los orígenes, el eje central de la Historia!

Iberoamérica tiene que empezar por libertarse, entre otros, de dos errores fundamentales: el que consiste en creer que el imperialismo es un flagelo creado, por así decirlo en su honor y el que reside en denigrar sin tino a los Estados Unidos y a Inglaterra llamando a esas naciones “materialistas”, pensando tomar una ilusoria revancha verbal contra las humillaciones que hoy nos impone, más que la enemiga hueste, nuestra propia imprevisión.

Nunca comprenderemos los conflictos en que se debaten nuestras repúblicas; nunca remediaremos el estrago si no sabemos antes justipreciar la importancia del adversario y si no adquirimos una noción global de lo que fue, en todo tiempo, el instinto dominador, que se encarnó en los primeros siglos en un hombre, cuyo prototipo puede ser Alejandro el Grande, que estuvo después al servicio de una ciudad, haciendo la gloria de Roma, que amplificó la influencia de una nación con el auge de la Francia napoleónica y que ha acabado por ser, en fin, el credo racial de los anglosajones de hoy. Si no sabemos aplicar a nuestra situación la enseñanza de lo ya vivido, nunca podremos defender el porvenir.

Cuando consideramos panorámicamente la evolución de Iberoamérica, desde la independencia hasta nuestros días, lo primero que advertimos es la oposición entre dos tendencias: la localista y la continental. Las dos existieron, en realidad, antes de la independencia misma, puesto que los virreinatos cultivaron a menudo absurdas competencias entre sí. El eje de nuestra historia ha sido en cierto modo la oposición entre la corriente limitada o exclusivistas y el ímpetu de los superiores destinos colectivos. No sólo en el sentido social, que afirma o niega, desde el punto de vista interior la preeminencia exclusiva de ciertos grupos, sino en el sentido geográfico o internacional que limita la patria o la amplía hasta donde se prolongan las analogías étnicas o culturales.

La emancipación no podía adquirir, desde luego, solidez si la encarábamos dentro de cada república, ajustándonos exclusivamente a arbitrarias delimitaciones. Había que conectarla con los movimientos análogos que se produjeron en otras zonas del mismo conjunto inicial, porque el empuje no obedeció a la iniciativa de hombres o ciudades, sino a la imposición de poderosos factores que obraron globalmente sobre el conjunto de las colonias españolas del Nuevo Mundo.

Desgraciadamente la inspiración continental no triunfó. A los largo de luchas dolorosas, Iberoamérica se fue subdividiendo hasta componer una veintena de núcleos, teóricamente autónomos que durante más de un siglo se desangraron en luchas civiles y en guerras que sólo dejaron provecho a naciones extrañas que vendían armamentos y usufructuaban políticamente la discordia.

Salta a los ojos que ha sido la diferencia de presión, de vitalidad y sobre todo de percepción de la hora lo que dio margen al fenómeno imperialista. Más culpables acaso que los que especularon con la debilidad, fueron los que, conociendo esa debilidad, nada hicieron para sobreponerse a ella.
Rindiendo culto a las apariencias de la patria más que a su realidad, lo pequeños políticos locales creyeron que gobernar consistía en mantenerse en el poder, en multiplicar empréstitos, en sortear dificultades al día. Se afanaron, ante todo, por defender privilegios o susceptibilidades lugareñas, sin sentido de continuidad dentro de la marcha del país, sin visión panorámica de los acontecimientos de su tiempo. Lo que les deslumbraba era mandar, aunque el mando resultase ilusorio, dado que en muchos casos, las naciones solían estar super gobernadas desde otro país. Se limitaban a mover ruedas que giraban en el vacío, pero cumplían su vanidad.

En todas las épocas las patrias jóvenes han corrido riesgos cuando se muestran incapaces para estructurar su economía. Es una etapa de la cual han de salir lo más pronto posible, si no quieren que una Metrópoli inconfesada se encargue de abrir o cerrar las llaves de su vitalidad. La víctima tiene que advertirlo a tiempo y reaccionar con todos sus resortes vitales. Pero esto sólo se alcanza cuando, con pleno conocimiento de la historia universal, se ha captado la médula de los acontecimientos humanos, se ha comprendido la propia situación y se han sacado las enseñanzas oportunas.

Como a veces comprendemos mejor nuestros conflictos observando análogos conflictos en los demás, ensayaremos hacer la autopsia de un proceso histórico lejano, que podemos abordar fríamente. Contienen todos los elementos del teorema.
Siempre existieron corrientes imperiosas que avanzaron, sin cuidarse de las víctimas, hacia un objetivo que, según las épocas fue de esplendor personal, de grandeza urbana, de irradiación nacional o de hegemonía racial, alcanzando con el sacrificio de otros hombres, de otras ciudades, de otras patrias, de otras civilizaciones.

Esas corrientes han sostenido que los intereses están por encima de las doctrinas, que poco vale la tendencia teorizante frente a las necesidades del estado y que los postulados de Aristipo, deleznables al ser aplicadas entre los individuos, son fundamentalmente benéficas para las colectividades; porque la moral cambia de esencia al transportarse de los hombres a los grandes conjuntos y existe lo que podríamos llamar un epicurismo de naciones, sin más límite que la potencialidad del expansionismo guerrero, comercial o cultural.

En forma más o menos ruda y de acuerdo con las circunstancias esta realidad ha gobernado la evolución de las naciones. Basta echar una mirada superficial sobre la historia para comprender que el idealismo, el derechos, la justicia, las fuerzas espirituales, sólo triunfaron fugazmente, o fragmentariamente, dentro del plano que podríamos llamar tangible. El cristianismo, en sus épocas de mayor esplendor, tuvo que aceptar las riquezas abusivas, las desigualdades sociales, las guerras feroces, las crueldades de todo orden, cuanto había condenado en sus orígenes. La Revolución Francesa se resignó a transigir con la mayor parte de los errores que se propuso derribar. A menudo hablamos de la marcha de la civilización, como si en esa palabra pudiese entrar la multiforme diversidad del mundo. En realidad, siempre existieron las civilizaciones, que marcharon paralelas e inconciliables: la civilización material y la civilización espiritual. La última, por alta que resulte, estuvo siempre al servicio de la primera.

Estas dos direcciones gobiernan en síntesis la fermentación humana desde los primeros hombres. Como los gulf stream, vena vivificante del océano que hace circular el agua dentro del agua misma, el espíritu práctico y la tendencia idealista marcan el ritmo desde el amanecer de la historia hasta la época actual. Podemos comprobarlo observando, para condensar el pensamiento, dos ciudades: Esparta y Atenas.

Alrededor de ellas – y de Roma que las continúa y las magnifica- aparecen los signos, las formas, los procedimientos de la dominación de unos pueblos sobre otros, en perspectivas que revelan –nada se ha inventado después- todo el pasado y todo el presente del imperialismo. Parece que la propia vida surge a través de la vida de los demás, mediante una rápida zambullidura en aquellas épocas.
Esparta tenía el gesto adustote los que conocen las acechanzas que amagan a los grupos débiles. En una comarca subdividida en repúblicas rivales y rodeada de imperios bárbaros quería , transformar los músculos en acero para sobreponerse a las contingencias. Las leyes de Licurgo fueron lo que fue el castillo más tarde para el señor feudal. Conocedor de las superposiciones de pueblos que marcaban con cruces la marcha de los grupos anteriores, el legislador creyó preservar a los suyos, imponiendo a la nación las fauces, las garras y la flexibilidad de los leones. Lejos del individualismo, lo subordinó todo a la salvación común, levantó altares al sacrificio enérgico, llevó al paroxismo la eficacia muscular, barrió de la vida las flores que embriagan, dignificó el esfuerzo, venciendo a la naturaleza dentro de los corazones y dio a los caracteres la limpieza, el brillo y la rigidez de las armas, hasta hacer de su pueblo una árida meseta inaccesible donde no había más actividad que el gimnasio, ni más rumor que las músicas militares.

Esta concepción unilateral, propia de hombres austeros que para hacer perdurar las leyes que habían dictado imponían el juramento de no modificarlas hasta su regreso y se arrojaban después al mar, era hija, tenemos que admitirlo, de un hondo conocimiento de las realidades.

Acostumbrados como estamos a confundir los planos en que se mueven las cosas, a localizar nuestras facultades de juicio, y sobre todo, como latinos, a subordinarlo todo a un criterio ético o estético, nos parece subalterna la preocupación de aquellas vidas, limitadas a defender la vida misma. Pero aún levantando el espíritu a las más sublimes concepciones, la condición básica de toda empresa individual o colectiva es existir; y acaso era aquel régimen la primera etapa prevista por un grupo supremamente ambicioso que soñaba hacerse invulnerable para poder desarrollar después, en todos los órdenes, las facultades múltiples o las tendencias ornamentales que sofocaba por disciplina en los comienzos.

Adelantándose a los siglos, Esparta tuvo, en todo caso, el presentimiento de costumbres y doctrinas que otras naciones debían adoptar después en sus momentos de fortaleza. Los duelos de los estudiantes alemanes fueron un reflejo de las justas de la juventud espartana. En la época triunfal de España vemos reaparecer a los reyes que abandonan la ilustración y la cultura a los inferiores. Los sacrificios de baldados y deformes que hicieron la celebridad del monte Taigeto no son más que el antecedente rudo de la teoría de la selección de la especie sostenida después por algunos biólogos. Si a esto añadimos el impuesto sobre los solteros y sobre todo principio de igualdad entre los ciudadanos, no como ideal de justicia, sino como imposición de salud nacional, corroboramos la afirmación de que Esparta inició el realismo político de los pueblos.

El arte, que Esparta abandonada a los ilotas, fue, por el contrario, en Atenas preocupación general. Pasadas la épocas en que Dracon intentó algo semejante a lo que realizó Licurgo y en que el Areópago prohibió todo artificio oratorio “para llegar al más rápido conocimiento de la verdad” Atenas, potencia marítima desde los orígenes, república industrial y comercial con Pisistrato, se entregó con entusiasmo a las actividades del espíritu. Pueblo indisciplinado, versátil, impresionable, nervioso, saturado por mitos maravillosos, fascinado por la magia de la naturaleza, atraído por las premiosas solicitaciones de lo irreal, había nacido para el ensueño, como el espartano había nacido para la acción.

Marineros, arcontes, fabricantes de laúdes, comediantes, heraldos, sicofantes, hemerólogos y vendedores de estopa, todas las edades, situaciones y oficios, todos los estados, capacidades y descendencia, desde los Eumólpidas hasta los plebeyos, desde los esclavos hasta los eupátridas , tenían el alma emocionada y vibrante, que debía dar lugar a la más extraordinaria floración de escultores, poetas, filósofos y oradores que se recuerda.

Si Esparta era un pueblo grave que, antes de dedicarse al lujo de la felicidad, se organizaba, Atenas era un pueblo impaciente que empezaba a leer el libro de la vida por el final, volviendo al revés las páginas y persiguiendo la felicidad antes de haberse solidificado.

Soberbia en sus gestos, Atenas ultima a los emisarios del rey Persa que vienen a exigir homenaje con la fórmula consagrada de la “tierra y el agua”. Pero son los espartanos los que encabezan y dirigen la defensa griega contra Darío, los que se sacrifican en aras del bien común en las Termópilas, los que derrotan al ejército invasor, los que después del incendio de Atenas mandan la flota que destroza al extranjero y los que obligan a los persas reconocer la libertad de las colonias del Asia Menor, Si los primeros eran el pensamiento, los segundos eran el brazo que preservaba la libertad de los Helenos.

El reinado de Pericles, tan abundante en obras, que vivirán en la memoria de los hombres, prepara, con los sofistas, la guerra civil entre las repúblicas. Atenas llega a aliarse con Tebas, Argos y Corinto contra Esparta en momentos en que ésta se lanza de nuevo contra los persas, supremo error político, que determinó la caída de las dos grandes fuerzas verdaderamente griegas y decidió el advenimiento inesperado de los macedonios, descendientes de Hércules.

Nos parece hablar de cosas que tenemos muy cerca cuando comprobamos que Grecia no realizó en toda su amplitud sus destinos a causa de la rivalidad entre las repúblicas. Comprendía que la unión y la confederación eran indispensables, pero cada grupos aspiraba a ser el eje del movimiento y a realizarlo en provecho propio. Los atenienses con su elocuencia, los espartanos con su virtud, los beocios con su sutileza, los tebanos con su falsía, todos se veían destinados a encabezar la conglomeración y a sacar ventajas regionales. Hasta que llegó el que debía imponer la cohesión, dando fin al desorden de aquella masa incapaz de dirigir la vida. Así surgió Alejandro el Grande, predecesor de César, Caerlo Magno, Hernán Cortés y Napoleón en las cabalgatas afirmativas del mundo.

Como los árboles que al llegar cierto momento arrojan al aire las semillas para multiplicarse sobre la tierra, los pueblos que alcanzaron desarrollo total se vuelcan sobre los otros, unas veces movilizando su comercio, otra poniendo en marcha sus legiones.

Treinta y cinco mil hombres mandados por un general de veinticinco años se precipitan contra los imperios orientales que debían ser sometidos, más que por el ingenio militar por la civilización más imperiosa y viviente. El Asia Menor, Tito, Libia, Persia, Egipto, hasta parte de la India, doblan la cerviz ante la fuerza irresistible que la superstición juzga dirigida por el hijo de Júpiter. Un hombre en cuyo pensamiento se concretan los equilibrios, las sutilezas, las energías, las ambiciones, los inventos, la grandiosidad de toda una raza llegó así a marcar el ritmo con que debía respirar la humanidad.

Decimos un hombre, porque la característica esencial del imperialismo griego, como la del imperialismo de todos los núcleos antiguos, es el individualismo de la conquista. La fuerza de una civilización puesta al servicio de un jefe hace que éste sea el usufructuario de los beneficios, compendiando en sí recursos, poderes y finalidades, hasta el punto de desplazar con su simple presencia o ausencia el foco de irradiación dominadora, que está donde él se detiene, como lo prueba la fundación y preeminencia inmediata de Alejandría.

Con lo romanos aparece después un imperialismo más amplio. César conquista para Roma, de la cuál no es más que el primer servidor. Alejandro conquistó para sí, Macedonia, su patria, no saca del esfuerzo ningún beneficio especial. La Grecia entera, que ha determinado el empuje, ve que como corolario de la victoria surgen otras ciudades que arrebatan el cetro a las existentes. El héroe sólo es responsable ante sí mismo. El fin que se propone es extender la órbita en que hace ley su voluntad. Y de tal suerte la dominación se confunde con el jefe, que muerto éste se disgrega el imperio y cae Grecia, fundamentalmente debilitada, en un largo sopor doliente. Hasta que tiene que pedir ayuda a los romanos, con un resultado, fácil de prever. Pasa a ser automáticamente provincia romana.

Porque en cuanto alcanza la palabra escrita o el recuerdo de los hombres, ningún pueblo auxilió a otro sin obtener ventajas fundamentales.

Acaso tuvo Demóstenes en su campaña contra Filipo la intuición de la influencia que Macedonia debía ejercer sobre Atenas y adivinó que la unidad de los griegos determinaría el eclipse de su ciudad, arrebatada en el remolino de una corriente más vigorosa. Pero ese pensamiento traducía el egoísmo regional del ateniense, no una sana palabra de orden para el provenir de los griegos.
Por encima de las divisiones, la política helena tenía que ser de desconfianza contra los grandes núcleos orientales. Esparta lo comprendió y desarrolló una acción perspicaz – que coincide con algunas de las acciones diplomáticas recientes- cuando hizo, por ejemplo, alianza con un gobernador persa disidente que quería derrocar a Artajerjes. Los griegos no debían olvidar que las incursiones de Darío llegaron hasta sus ciudades. Macedonia, por su parte, tuvo siempre la visión del peligro oriental. En cambio, Atenas se alió con los persas contra Esparta, creyendo defender su preeminencia, dentro de una visión minúscula. Susceptibilidades vanidosas le hacían olvidar el problema vital. Los estados que alcanzaron un momento la verdadera concepción nacional griega lucharon siempre con la indisciplina y las ambiciones que fueron la distintiva de aquellas repúblicas. Así se explica que no lograsen contrarrestar más tarde el peligro que para todas representaba el desarrollo de Roma. La vigilancia de Esparta y Macedonia, que en más de un momento sacudieron la indiferencia de las otras ciudades, logró conjugar el peligro de oriente. Pero, entregada después Grecia sin controlar a los debates ambiciosos no tuvo tiempo ni voluntad, para advertir el peligro de Occidente.

Demóstenes comprendió, a pesar de todo, ciertos aspectos de la situación y tradujo su pensamiento en palabras que son de actualidad: “No veo –decía- a los helenos unidos por una amistad común; hasta hay algunos que se fían más de sus enemigos que de sus hermanos”. Pero al hablar así se refería, él también, más a sus rivales como Esquino, que a los reyes de Macedonia y más a los reyes de Macedonia, que al poderío de los persas, Demóstenes no tuvo nunca un patriotismo griego, tuvo un patriotismo ateniense. Sólo así se puede admitir que aceptase el oro oriental para combatir al inquietante Filipo que declaraba: “Sólo estoy en paz con los que me obedecen”.

En estas últimas palabras está en germen toda una política; y ella subraya el error de Demóstenes, que, advirtiendo en el seno mismo de Grecia una presión autoritaria de origen afín, se levanta contra ella, sin percatarse de que renunciaba a lo único que prometía la salvación común.

Filipo tuvo que acallar la eterna ebullición de las repúblicas helenas antes de poner en práctica los proyectos que la muerte interrumpió y que debía desarrollar su hijo. Para conseguirlo desplegó una habilidad tan sutil que cuando rememoramos estos hechos lejanos nos sentimos inclinarlos a identificarlos con acontecimientos actuales.

Cuidadoso siempre de poner de sus parte las apariencias de la razón, pero fiel a la divisa de dividir para reinar, juega con Tebas, Tesalia, Fócida y Atenas y halaga las pasiones locales con su alejamiento o su amistad, siembra odios al dar a una ciudad lo que quita a otras, corrompe con dádivas a los hombres para determinar el desaliento de las ambiciones locales, hunde, con ayuda de la calumnia a los que resultaban incorruptibles y llega a servirse de las pasiones religiosas, transportando la política al reino espiritual. Cuando los atenienses se oponen a la toma de Anfípolis, promete devolverla después de tomarla y la conserva indefinidamente. Cuando los oritanos se quejan de que haya invadido su territorio, les contesta “si he enviado soldados para que os visiten es porque os estimo; he sabido que la guerra civil os desolaba y el deber de un amigo verdadero es presentarse en estas circunstancias”.

Si los habitantes de la Hélade fueron burlados por él, podemos imaginar los resultados que debía el sistema al ser esgrimido contra pueblos relativamente incultos como los de Alejandro, continuador del ímpetu, subyugó después.

El imperialismo griego necesitó, como todos los imperialismos, el auxilio del arte militar y esta encarnación episódica es la que en la vana historia que nos enseñan aparece como representación exclusiva. Pero, en realidad, las mejores batallas fueron ganadas con el axioma clásico de todas las políticas: engañar al adversario y no dejarse engañar por él. Las falanges impetuosas, los generales temerarios, las admirables marchas, los sitios, los saltos y las victorias fueron la parte ostensible, teatral diremos, de la empresa. Pero es en los resortes interiores, en el conocimiento de las debilidades morales, en la fina previsión, en la deducción exacta, en el don de la oportunidad, en la sabia dosificación de la prudencia o la audacia, en la disimulación, en el tacto, en la rapidez comprensiva, en cualidades diplomáticas en fin, donde hay que buscar la razón fundamental de los éxitos que entregaron por aquel tiempo a un hombre el cetro del mundo.

El imperialismo griego trescientos años antes de Jesucristo, nos da lecciones aprovechables en la época actual. Al tomar partido, más tarde los romanos a favor de los griegos del sur contra los macedonios, para dominar más fácilmente a aquellos primero y a éstos después, se abre un nuevo ciclo. A la ampliación de la tendencia corresponde naturalmente una acentuación de los resultados. Roma soñó condensar en sí el espíritu de Atenas y Esparta y en esta dualidad hay que buscar la explicación de sus triunfos y de sus caídas.

Los historiadores distinguen tres épocas en la historia de Roma: desde 753 hasta 509 antes de Jesucristo, el régimen monárquico, desde 309 hasta 31 antes de Jesucristo, las instituciones republicanas, y desde la fundación del Imperio hasta el año 394 de la era cristiana, la época cesarista. Pero esta es una clasificación de política interna y no de acción internacional, puesto que deriva de las vicisitudes civiles más que de la influencia que Roma ejerce sobre la humanidad.
Si, abandonando la enumeración caduca de los emperadores, nos aplicamos a desentrañar las direcciones colectivas, que forman algo así como estaciones (primavera, verano, otoño, invierno) dentro de la marcha del gran conjunto, advertimos fácilmente la división lógica: conglomeración, expansión, disolución. En la primavera, desde Rómulo hasta Tarquino, la savia se robustece, tratando de forzar los moldes en que está encerrada para metamorfosearse en entidad completa. En la segunda, el ímpetu invasor de todo organismo pletórico que comunica en contagios sucesivos, aceptados o resistidos por las otras agrupaciones hasta alcanzar su plenitud. Y en la tercera, aparece en forma de discordia o sibaritismo la fatiga que, con ayuda de ambiciosos y sofistas, envenena la sangre nacional.

La tendencia imperialista se inicia en Roma con las guerras púnicas. El esplendor de Cartago se extendía desde el golfo de Túnez hasta las Islas Canarias y el mar de Irlanda. Trípoli, Córcega, Cerdeña, una parte de España y de Sicilia pagaban tributo. Marinos audaces y comerciantes sutiles difundían su influencia material y moral en ondas crecientes. A cubierto de vecinos peligrosos, la ciudad extendía sus tentáculos de oro, sometiendo a los pueblos por el interés y absorbiendo la vida floreciente de las costas del Mediterráneo. No era un pueblo de pensadores, ni tenía el elegante idealismo de Grecia, pero esgrimía una maravillosa fuerza de acción que le hacía adelantarse confusamente a nuestras modernas naciones manufactureras o exportadoras, sin que esta distintiva excluyese la tendencia por entonces tan difundida al epicureismo, factor esencial de la muerte de toda civilización.

Roma, en la aurora de la fortuna, había dado fin a la conquista de Italia y empezaba a presentir su destino. El apólogo que Agripa contó a los rebeldes se pudo aplicar, más que a la cuestión civil que aquél tenía en vista al formularlo, a la eficacia de las ciudades centralizadoras.

“Los componentes de un ser humano se constituyeron en Congreso para hacer oír sus reivindicaciones. Nosotros levantamos las piedras, accionamos las catapultas y proveemos de alimentos sin recibir nada en cambio, dijeron los brazos. Nosotros sostenemos la armazón y la transportamos sin tener premio alguno, arguyeron las piernas. Yo, murmuró la cabeza, sin cobrar salario, tengo la responsabilidad de la dirección general. Uno a uno, todos los miembros fueron haciendo insidiosamente el proceso del estómago holgazán, que acaparaba los beneficios y para el cual todos se veían en la necesidad de trabajar. El estómago contestó entonces: “suprimidme y veréis si podéis funcionar sin mí””.

La fábula enseñó así que ciertos organismos que parecen parasitarios pueden ser indispensables. Todos trabajan para ellos, pero ellos irradian las palpitaciones de calor y de vida hasta los límites del cuerpo que, privado de esa concreción, no podría existir.

En el principio de la historia encontramos a menudo la guerra entre ciudades o entre aristocracias en pugna. Son cheques de “elites” propulsoras que extienden gradualmente sus dominios y se encuentran con otras que se van desarrollando también. Así se alza Roma contra Cartago. El choque era tan irremediable como el de dos trenes que van en diferente dirección por la misma vía. Si Roma no ataca a Cartago, Cartago ataca a Roma. La dominación universal es la novia trágica que se disputan dos eternos rivales encarnados en pueblos diferentes.

El “Cartago delenda est” de Caton tiene, dentro del egoísmo superior de los grupos, una justificación póstuma, como la tuvo la delenda el Imperio Francés de William Pitt, como lo puede tener mañana, si despertamos a la luz, el dogma de solidaridad iberoamericana.

En las guerras púnicas, encontramos en germen, sin los refinamientos modernos, toscos y primitivos aún, pero claros y visibles, los caracteres esenciales del imperialismo. Aníbal rompe la fe de los tratados al atacar a Sagunto. Los habitantes de Messina, hostilizados por los cartagineses y defendidos por los romanos, sólo pueden aspirar a la suerte de los pueblos débiles: a elegir entre dos dominaciones. Cartago, vencida, abandona al triunfador todas las islas y se resigna a pagar tributo, pero busca compensaciones en España, por donde extiende su áspera dominación. En nombre de la libertad, Flaminus empuja a Grecia a la discordia y la domina arrancándola a la jurisdicción de Macedonia para hacerla en 146 provincia romana. La misma libertad capciosa se extiende al Asia Menor, con los mismos fines. Y Roma, victoriosa, tiene por límites, al mediodía Arabia y Etiopía, al oriente el Eufrates, al norte el Rhin y el Danubio, al occidente el océano. Ha vivido o vivirá todas las épocas porque el mundo ha pasado después, hasta las luchas sociales y alcanza con César su encarnación definitiva.

Vencido Pompeyo, muerto Caton, disuelto el Senado, aparece el dominador que traduce el instinto de su pueblo y halaga su orgullo. Inmensas muchedumbres son tributarias de la ciudad relativamente pequeña que, en los mejores cálculos, no alcanza a sumar millón y medio de habitantes. Bajo la tutela de estos, para la felicidad de estos vive y trabaja el mundo conocido. Pero las flotas hundidas, las ciudades en llamas, los huérfanos abandonados, las cabelleras de mujer que sirvieron en Cartago de cuerdas para los arcos guerreros, los esclavos uncidos al yugo del vencedor, los fugitivos que hostigados por la sed se arrancaban la lengua en las carreteras, las madres que perdían la razón y se arrojaban al mar con el cadáver de sus hijos, la miseria y la peste que diezmaban las poblaciones desoladas, los tronos desaparecidos, las nacionalidades barridas de la Tierra, todo el dolor de territorios ilimitados y de habitantes innúmeros, no representaba esta vez un movimiento de defensa como en la Grecia espartana. Lo que aparecía en su plenitud era el ímpetu de la dominación, la embriaguez conquistadora. Roma cubría con sus ejércitos los continentes para cumplir la sagrada misión para la cual creía haber surgido.

Cuando empieza la disolución con Caligula, Claudio, Nerón y Galba, todos se consideraron felices usufructuarios de los que hicieron sus predecesores. El imperio domina la Tierra. No asoman pueblos rivales. De oriente a occidente hace ley la voluntad de Roma. Esta cree que ha llegado a la cima en que empieza la inmovilidad del mundo. Pero el pueblo que se había conglomerado al calor de la ambición y las virtudes marciales naufraga en la hartura probando que en el orden colectivo como en el orden individual suele ser la intemperie la que aumenta la eficaz fortaleza de los hombres.

Así vemos a menudo que son los pueblos que habitan zonas frías, montañas ásperas o costas azotadas por la tormenta los que, forzando su energía, sacan mejor partido de las circunstancias, mientras los grupos que ocupan territorios fértiles y propicios, donde la naturaleza ofrece en fuente de oro las riquezas, se abandona a la inacción o la discordia. Lo que decimos del clima, podemos decirlo del destino colectivo. Los pueblos atraviesan moralmente por zonas hostiles o propicias, por temperaturas penosas o agradables que son las épocas de angustia o prosperidad. Rodeados de peligros, urgidos por necesidades, parece que el conjuro de la desgracia se ponen de pie dentro de sí mismos y se encumbran hasta dominar la vida. Pero acariciados por la victoria, libres de de inquietudes, en la placidez de la abundancia, naciones, ciudades, individuos, rara vez se defienden de la misteriosa tendencia que los lleva a inmovilizarse y declinar.

Así fue entregada, en una regresión brusca, la Roma de los últimos emperadores a las corrientes renovadoras de la naturaleza.

Abarcando el panorama general, lo que nos interesa en esta hora en que nuestro porvenir se halla al azar de todas las casualidades son los caracteres durables o los procedimientos del imperialismo.

En los “Comentarios” de César los encontramos definidos una vez más.

Cuando se produce el choque de César con Ariovisto, por ejemplo, ambos contendores recurren, más que al valor intrínseco de las armas, a la eficacia de los factores morales. Ariovisto trata primero de influir sobre el ánimo de César erigiéndose en protector de pueblos; quiere evitar después la batalla, porque los sortilegios revelan que no se debe combatir hasta la nueva luna. Cuando acepta el combate, para impedir la huida, encierra a su ejército en un círculo de carros, desde los cuales las mujeres y los niños excitan a los guerreros a defenderlos. César, por su parte, empieza por aprovechar supersticiones que le han sido reveladas por un prisionero, coloca al frente de sus legiones a sus lugartenientes para que, siendo testigos del valor de los soldados, garanticen las recompensas y habiendo descubierto que la parte débil del enemigo era el ala izquierda se pone a la cabeza del ala derecha para confundirlo. Todo esto estaba sujeto a fracasa. Pero el sistema de dividir había asegurado la victoria con ayuda de maniobras hábiles que separaron a los habitantes de las provincias. Por la desunión cayeron bajo el yugo romano.

En la segunda campaña, César combate contra los belgas y debe las primeras victorias a su servicio de información. Los aduatuques vencidos moralmente por la sorpresa de una torre que empujan los guerreros romanos, solicitan la gracia de conservar las armas “porque siendo los pueblos vecinos, por odio o por envidia, enemigos de ellos, no podrían defenderse después”. Prefieren entregarse a los romanos, antes que aliarse con hombres de su mismo origen a quienes tenían la costumbre de mandar. César les responde que los coloca bajo la protección de la república y que todos los enemigos respetarán en ellos a un pueblo sometido a los romanos. Después César los vende como esclavos, recordando las palabras de Ariovisto: “en todo tiempo los vencedores han tenido el derecho de imponer a los vencidos las condiciones que les placen”. Y el efecto de la victoria se extiende hasta el Rhin, consagrando la sumisión de las Galias.

Dice Tácito que todos los sentimientos son ahogados por la ambición de mandar. César a lo largo de sus conquistas accionó ese resorte. En países desgarrados por odios regionales o roídos por la avidez de los caudillos, nada era más fácil que burlar a todos, fingiendo favorecer las intrigas de éste en detrimento de las de aquél y anular resistencias exasperando los apetitos de los jefes. Francia en Marruecos, Inglaterra en la India y los Estados Unidos en Iberoamérica han seguido después la misma política, probando que el supremo peligro para los pueblos débiles suele residir, más que en la fuerza del enemigo, en la infidencia de los connacionales, en la deserción de una minoría que enlaza sus intereses con los del invasor.

Todo esto, naturalmente hasta que, haciendo un paréntesis a las ambiciones, surge un Vercingetorix, que va hasta las raíces de la raza. Así como los emperadores pueden morir sin que muera la tiranía, Vercingetorix cae prisionero sin que se apague el ansia de independencia que había encendido en el alma de su pueblo y que debía dar por resultado, siglos más tarde, la independencia de los que después se llamó Francia.

El imperialismo nace sobre todo de un conjunto de condiciones generales, entre las cuales figura, en primera línea, la capacidad de un pueblo para dominar y su superioridad bélica, comercial o diplomática en el momento en que desarrolla su acción. En realidad, se impone por la política, se extiende con las legiones y se afianza con las nuevas formas de vida que revela a las poblaciones dominadas. Pedir la paz y declararse vencido es una contingencia de la lucha que deja la puerta abierta a múltiples reacciones. Pero adoptar las costumbres del vencedor y dejarse penetrar por sus procedimientos, por sus sistemas, es entregarse definitivamente. Los pueblos conquistadores vencen más con el resplandor que con la llama, más con su influencia que con la presencia misma. Así se explica que los germanos antes de Jesucristo no pudieran dominar nunca a los belgas. Podían arrollarlos en la batalla, pero no traían aún razones superiores para captar y encadenar su espíritu.
La fascinación que ejerce un imperialismo fundado sobre apariencias de autoridad moral o mental es tan profunda que llega hasta a anular los instintos nacionales, haciendo que los vencidos, después de renegar de su patria, se pongan al servicio del vencedor para contribuir a dominar por las armas las últimas resistencias de sus mismos connacionales. Es la hora en que se inicia el envilecimiento de los caracteres. Se convierte la traición en mérito. Se considera absurdo oponerse. Así nacieron bajo César las legiones que combatieron con increíble saña a los hombres de su propia raza y contribuyeron a oprimir a sus propias nacionalidades en un vértigo paradojal. Así el África de hoy ha sido conquistada en beneficio de los blancos y en detrimento de los negros por los negros mismos. Así se mantuvo en Asia la dominación europea. Así dio Iberoamérica doscientos mil soldados que se batieron durante la guerra de 1914 bajo otras banderas, sin ningún beneficio para ellos o para su región, mientras no hubo uno sólo para defender la zona de Panamá en el momento más grave de nuestra historia y mientras fueron tan pocos los que acompañaron a César Sandino cuando este se lanzó a reivindicar la libertad de Nicaragua.

Creyendo que la momentánea superioridad es un hecho definitivo que nada puede cambiar, los débiles acatan lo que consideran un fallo de Dios y ponen su combatividad al servicio de aquellos a quienes consideran como tutores obligados. Son almas vencidas, deslumbradas por el dominador. Quieren respirar en su atmósfera. El imperialismo romano tuvo el talento de captar a los pueblos haciendo de ellos instrumentos para subyugar a otros. Se puede decir que conquistó el mundo con sangre extraña, como esos especuladores de aventuras que manipulan arteramente los capitales y acaban por apoderarse, sin tener dinero de la fortuna de todos.

César ponía a los vencidos “bajo la protección de la república”, inventando el eufemismo diplomático de que se han servido todos los conquistadores hasta nuestros días. Esta protección no proporcionaba al pueblo sometido más que los beneficios que facilitaban los proyectos del dominador. Les daban a veces la paz con el vecino, porque la paz con el vecino impedía la formación de un núcleo prepotente y afianzaba la sumisión general. Construían grandes carreteras porque las carreteras permitían mover fácilmente los ejércitos y transportar las riquezas universales al tonel sin fondo de la fastuosa metrópoli. A cambio de estos beneficios, el pueblo protegido entregaba al invasor sus elementos de vida, su derecho a gobernarse y su capacidad para pactar libremente con los demás. Se neutralizaban enormes muchedumbres y un grupo exiguo las usufructuaba, fingiendo favorecerlas.

Queda fuera de duda que indirectamente recibían los pueblos sojuzgados algo del reflejo de una civilización que, en determinados aspectos, atenuaba asperezas y modificaba parcialmente las costumbres, ofreciendo mayor comodidad. Pero todo ello a media luz. Los grupos conquistadores evitan siempre ilustrar o elevar definitivamente a los pueblos sometidos. Su interés reside más bien en mantenerlos en la ignorancia y en la sobra para no despertar en ellos la conciencia de su situación, para no hacerles vislumbrar la posibilidad de transformar su inferioridad en igualdad. La cultura que se filtra hasta las masas es la que a pesar de todas las obstrucciones, trae el zar del trato o del comercio con el vencedor y es por lo tanto degenerada, inconexa, caprichosa en sus caracteres, mudable en sus procedimientos, deformada por la distancia y el clima. Los que a regañadientes la importan no son , generalmente, los elementos más refinados y pensantes del país conquistador, sino el eterno grupo colonial de todas las épocas, formado por funcionarios, aventureros y traficantes, elemento incómodo y ávido que, eliminado de la gran ciudad por ejemplares superiores, se ve en la necesidad de buscar ubicación en los confines y es tan más altanero con los naturales cuanto más bajo es el nivel de que surgió.

En estas condiciones, sin centros de estudios superiores, sin enseñanza metódica, sin dignidad ciudadana, el adelanto moral o intelectual que individualmente alcanzan los pueblos mediatizados se reduce, como en el orden material, a lo que puede ser útil al invasor, facilitando la movilización a bajo precio de los indígenas para la explotación de la riquezas enajenadas o para fines de policía o mantenimiento de la misma tiranía imperante.

En los momentos de sacrificio – y aquí vemos reflejada en el pasado una visión de las tropas coloniales durante las dos guerras recientes – todos los territorios, todas las reservas y todos los hombres forman parte integrante del imperio. En las épocas de triunfo, el imperio se reduce a Roma. Después del incendio, Nerón despacha emisarios hasta los confines para traer el oro que debe permitir la reedificación de la ciudad. Y son las urbes maniatadas, los reyes vencidos, las naciones que arrasó la conquista, los mismos dioses derrotados, huérfanos de sus templos, los que se despojan de la últimas riquezas para reconstruir la cárcel brillante en que agonizan. Triunfan en cambio las legiones y es solamente para la Roma de César o de Augusto, con abstracción del resto del imperio, que se levantan las termas, los acueductos y los palacios, producto fastuoso del botín mundial.

Así se concreta en vertiginosa síntesis la fuerza arrolladora que, encarnaron al principio en un hombre, después en una ciudad, más tarde con Bonaparte en una nación, se convierte hoy, ampliando su virulencia, en un imperialismo de raza que con ayuda de formidables recursos económicos y militares, ha otorgado a Inglaterra y a Estados Unidos innegable tutoría sobre nuestro Continente.

La indignación puritana sólo puede servir, como fuerza auxiliar, para conmover al sector primario de la opinión. Los que ignoran la lección de los siglos creen siempre hallarse frente a la primera injusticia que se comete en el mundo. Pero en el plano de las concepciones de gobierno y de los dirigentes responsables lo que urge es alcanzar la eficacia defensiva con ayuda de actitudes fríamente previsoras que hagan impermeable al conjunto y lo ericen de púas materiales o morales, a imitación de ciertas especies que perdura pese a su debilidad en los océanos, transformándose en “no comestibles” por el sabor, la forma o la envoltura pétrea. Nunca se ha de esperar la salvación de la mistad, la complacencia o los principios universales. Desde el punto de vista internacional, principios, complacencias y amistades sólo sirvieron en todas las épocas para dar aspecto de dignidad a las aviesas intenciones.

Basta abrir un capítulo de cualquier sector de la historia para abarcar idénticos panoramas. En la India, por ejemplo, desde 1613 hasta 1898 asistimos a la marcha gradual del imperialismo inglés, que empieza en desembarco amistoso y acaba en dominación integral. Hasta en épocas recientes y en una isla relativamente pequeña como Madagascar (ahora ocupada por Inglaterra) se pudo seguir el proceso de desintegración que terminó con el viaje sin retorno a París de la reina Ranavalo, viaje que hizo posible durante medio siglo la dominación francesa. Pueden variar las circunstancias, pero la esencia y los móviles son los mismos desde el principio de la humanidad.

Iberoamérica sólo podrá rescatar su porvenir y remediar el daño que le causaron algunos gobiernos imprevisores o complacientes adquiriendo una noción amplia del fenómeno de todos los tiempos y todas las latitudes que acabamos de condensar en esencia, trazando un cuadro superficial del imperialismo entre los griegos y los romanos. Lo que Tácito dijo de cierto Cónsul –“tenía las máximas de la virtud en los labios, pero no las tenía en el corazón”- se puede decir de todos los imperialismos, desde los orígenes hasta los tiempos actuales.

Un niño puede comprender el sistema y hasta ilustrarlo, para mayor abundamiento, con inagotables citas históricas, con sólo hojear media docena de libros corrientes. Sorprende que nociones tan elementales sean olvidadas por nuestros políticos, apegados anacrónicamente a conceptos de juegos florales y a lugares comunes de derecho internacional. Sólo al conjuro de esta última guerra parecen empezar algunos a descubrir que la independencia debe estar afirmada sobre cimientos vitales y que el derecho, la justicia, la libertad, no son leyes morales infalibles, sino consecuencias variables de los factores económicos y de la situación material de los pueblos.

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